El Tunche: silbido que corta la noche
En lo profundo de la selva, cuando la neblina abraza los caminos y el aire se vuelve espeso, hay un silencio que no es paz… es espera. Entonces, entre la espesura, suena un silbido agudo, breve, inconfundible:
“Fin… fin… fin…”
El Tunche —o Tunchi, como lo llaman en otras tierras— es un alma errante, un espíritu condenado que vaga sin descanso por las trochas y ríos de la Amazonía. Dicen que en vida fue un hombre marcado por la maldad o la traición, y que la selva misma lo condenó a caminar eternamente, llevando en su silbido el presagio de la muerte.
Nadie lo ha visto de frente y seguir vivo para contarlo. Algunos juran que es un ave maldita; otros, que es un brujo transformado en sombra; y hay quienes lo llaman el mismísimo diablo disfrazado de aire. Lo cierto es que su presencia no se anuncia con pasos ni crujidos… solo con ese silbido que aparece lejos, se desvanece, y vuelve a escucharse justo sobre tu techo o al borde del río.
El pueblo lo sabe: si el Tunche silba cerca de una casa, alguien enfermará o morirá. Si ronda con insistencia por los alrededores, es señal de desgracia. Por eso, cuando su silbido corta la noche, lo único que se puede hacer es persignarse o rezar. Nunca —y esto lo repiten los mayores—, nunca digas que no escuchas nada. Y jamás le respondas. Quien lo hace, lo llama, y él viene. Y cuando viene, no hay camino de regreso.
Burlarse de él es invitarlo a la cacería. Su silbido se hará más fuerte, más rápido… hasta envolver tu mente en un terror que puede llevarte a la locura. Algunos pocos han escapado, pero regresaron sin alma en la mirada, como si el monte les hubiera robado algo que nunca más recuperaron.
El destino de sus víctimas es un misterio. Tal vez mueren perdidos, devorados por las fieras… o quizás por el mismo Tunche. Lo único cierto es que, en el monte, cuando el viento trae un silbido extraño, los más sabios bajan la voz y dicen:
—No respondas, misho… que no es hombre el que llama.
El silbido que se llevó a Juaneco
—Ya vuelta, misho… lo que te voy a contar pasó de verdad. No es cuento pa’ asustarte, es pa’ que aprendas a respetar el monte.
Era tiempo de creciente, el río estaba ancho y barriento, y las noches eran más oscuras que boca de lobo. Juaneco, ese flaco atrevido que nunca escuchaba a nadie había ido a dejarle unos plátanos a su tía Rosha, allá por la quebrada de Rumiyacu. “No me demoro, regreso antes de que cante el gallo”, dijo. Atashay on, como si el monte se guiara por su reloj.
Esa noche el aire estaba raro, ni grillos cantaban. Y allá, entre los guayabos, se escuchó el primer silbido: “fin… fin… fin…”. Lento, cortito, como un ave que no conoces. Juaneco se detuvo, aludían ese silencio que daba miedo. Miró pa’ los lados y no vio nada. “Debe ser un pájaro”, pensó, y siguió caminando.
Pero el silbido volvió… ahora más cerca: “fin… fin… fin…”, como si estuviera justo detrás. Se acordó de lo que decían los viejos: “Si el Tunche te silba, no respondas, no te burles, y no digas que no oyes nada”. Pero Juaneco, terco como el tronco de un lupuna, se rió:
—¿Qué tienes, Tunche? ¿Se te perdió el camino? —le gritó, mofándose.
Dicen que en ese momento el aire se volvió pesado, y del monte salió una brisa helada que le erizó hasta el alma. El silbido no paraba… cada vez más fuerte, más rápido, más encima. “FIN… FIN… FIN…”. Juaneco echó a correr, pero el camino se le hacía largo, como si la trocha se estirara sola. Veía luces chiquitas, como luciérnagas, que lo llamaban hacia adentro del monte.
Cubtisho, que venía de pescar, lo vio de lejos. “Aludían esa carrera, parecía que corría contra el viento”, contaba después. Gritó su nombre, pero Juaneco no lo escuchó. De pronto, en la espesura, se vio una sombra larga, delgadísima, moviéndose como humo, siguiéndolo a pocos pasos. Y el silbido… ¡ay, misho! Ese silbido ya no parecía de ave, sino de alguien que disfruta del miedo ajeno.
Cuando por fin llegaron a buscarlo, solo hallaron sus plátanos tirados en el barro y una huella rara… un pie normal y otro como de niño, torcido. Lo buscaron tres días, pero el monte no lo devolvió.
Rosha, su tía, todavía deja una vela en la orilla del río cada aniversario. Dice que, algunas noches, el silbido del Tunche pasa por su casa y se queda un rato, como buscando algo… o a alguien.

Moraleja de monte:
En el monte, misho, el miedo no es cobardía: es sabiduría. No respondas a lo que no entiendes, ni te burles de lo que no ves. Porque hay llamados que no son para conversar… son para llevarte.



