Chulla chaqui: el guardián de los caminos torcidos

En lo más profundo del monte, donde la luz del sol apenas toca el suelo y los árboles caminan con raíces de siglos, habita el Chulla chaqui. Su nombre viene del quechua: chulla (desigual) y chaqui (pie), porque uno de sus pies es de hombre… y el otro no. A veces parece de cabra, otras de niño, otras apuntan hacia atrás. Pero siempre, siempre delata su engaño.

El Chulla chaqui es un ser antiguo, mitad hombre, mitad espíritu del bosque. Se transforma a voluntad: puede ser tu tío, tu amiga, tu padre, un niño, un venado o un mono. Te llama con voz conocida, te sonríe con rostro familiar… y te invita a seguirlo. Pero su camino no lleva a casa: lleva al corazón del monte, donde el tiempo se detiene y las chacras florecen con plantas que no alimentan, sino embrujan.

Tiene chacras escondidas en lo más hondo de la selva, con yucas torcidas y ajíes venenosos. Castiga a los cazadores codiciosos y a los que tumban árboles madre. No soporta que el hombre rompa el equilibrio del monte. Por eso, se aparece más seguido en fiestas grandes como San Juan o cuando diciembre abre portales que solo el bosque entiende.

Dicen que su risa puede parecerte tierna… hasta que ves sus huellas. Y ahí, cuando te das cuenta de que uno de sus pies es torcido, ya es tarde.

El Chulla chaqui no es malo por naturaleza. Es un guardián. Un vigilante de los caminos antiguos.

Y si un día lo ves -o crees verlo- no te fíes del rostro… mírale los pies.

“El día que Pancho siguió la huella torcida”

Cuando el sol se derrama sobre la restinga y el monte huele a fruta madura y a barro caliente, los pájaros callan por un momento. Es justo ahí, en ese silencio espeso, donde a veces el monte respira distinto. Así empezó la historia de Pancho.

Era un joven inquieto, de machete rápido y corazón terco. Esa mañana, su madre Miguelina le había dicho que no cruce el río, que no entre solo a la parte honda del bosque. Pero Pancho, como muchos antes que él, no escucha cuando el monte avisa bajito.

Con su escopeta al hombro y la esperanza de cazar un buen sajino para la fiesta de San Juan, Pancho atraviesa el río y se mete al monte, que ese día está callado como si esperara algo. No hay ni chicua ni trompetero. Solo el crujido de sus botas y el murmullo de las hojas altas.

De pronto, lo ve. A unos veinte metros, entre las lupunas jóvenes, camina un venado gordo, como dibujado por el sueño de un cazador. Pancho apunta… pero el venado lo mira, se da la vuelta y camina despacio, sin correr. Como burlándose.

Pancho lo sigue. Lo sigue por chacras viejas, por quebradas secas, por caminos que no conoce. El venado aparece y desaparece, a veces detrás de un renaco, a veces debajo de un árbol con madre. Hasta que llega a una chacra extraña, escondida en lo más espeso. Todo parece normal, pero no lo es. La yuca tiene hojas moradas. El ají brilla como fuego. La papa es negra como carbón. Pancho siente que algo le jala el pecho por dentro.

Y ahí, de espaldas, trabajando con machete, ve a su tío Hildebrando. El mismo sombrero, la misma voz cascada:

—¡Pancho! Ayúdame con la carga.

Pancho da un paso… pero algo le quema el estómago. Mira al suelo y ve las huellas: un pie firme y otro torcido, como de cabra. Sabe lo que ha hecho. Sabe a quién ha seguido.

El “tío” se voltea despacio. Ya no sonríe. Su cara se va arrugando, los ojos se hunden, la voz se vuelve hueca.

—Ya estás aquí, hijito —dice el Chullachaqui—. Quédate. Aquí el bosque no se acaba nunca.

Pancho corre. Corre sin pensar. La selva lo araña, lo confunde, le da vueltas. Pero aprieta fuerte el escapulario que lleva en el pecho, regalo de su abuela Tarcila, y reza bajito. No abre los ojos hasta que escucha el canto de un shansho. Cuando los abre, está de nuevo en su chacra. El sol ya cae, y el monte, por fin, canta otra vez.

Desde ese día, Pancho no vuelve a entrar solo al monte. No por miedo, sino por respeto.

Y cada vez que escucha risas de niños o pasos donde no hay nadie, se detiene, mira al suelo, y busca… la huella torcida.

Moraleja de monte:

Entra al bosque con respeto, porque el monte escucha. El Chullachaqui no acecha por maldad, sino para poner a prueba tu corazón. Pero si lo hieres o tomas sin permiso, él sabrá devolverte la jugada. Y no olvides, misho: en el monte, lo que reluce sin esfuerzo, casi siempre es engaño.

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