“Cuando dos mundos se encuentran entre ríos y montañas, no hay conquista ni derrota: solo el lento florecer de una nueva identidad.”
Con el tiempo, los antiguos habitantes de estas tierras y los grupos llegados desde las alturas inician un proceso silencioso pero irreversible: la fusión. Ya no se trata de huida ni de resistencia, sino de adaptación mutua. Las diferencias que en un inicio generan desconfianza (el idioma, los dioses, la forma de cultivar o de enterrar a los muertos) van cediendo ante la necesidad de convivir, de sobrevivir juntos en la selva que todo lo iguala.
Los recién llegados, herederos del mundo andino, traen consigo estructuras de organización, nombres propios, el quechua como lengua de vínculo y el recuerdo de un orden imperial. Los pueblos originarios, más antiguos aún, enseñan las rutas del bosque, los secretos de la yuca, el uso de las plantas, las estaciones marcadas por la lluvia y el canto de los animales.
Así nacen nuevas formas de organización. Se forman clanes con nombres que evocan tanto linaje como territorio: Sustuchiches, Ancaballes, Amasifuénes, Tapullimas, Munichis, Payansos. Cada grupo ocupa un espacio, una altura o una quebrada. Se establecen reglas que aún perduran, como la prohibición de matrimonios entre barrios, no por desprecio, sino por la memoria genética de que cada grupo alguna vez fue otro.

No hay documento colonial que describa con exactitud este proceso, pero los rastros están en todas partes: en la música que mezcla tambores de origen amazónico con tonadas quechuas, en las danzas donde los cuerpos pintados llevan pasos rituales ancestrales, y en los rostros actuales que, sin saberlo, portan la historia completa.
El historiador A. Cotrina señala que lo que hoy se llama “indio lamista” (extensible a toda esta región) es el resultado de una “culminación etnológica”, un tejido de influencias raciales y culturales que se superponen sin anularse. A ello se suma el proceso de reducción y reorganización colonial encabezado por los jesuitas, que reagrupan a los pueblos con criterios utilitarios, reforzando mezclas ya iniciadas.
Este mestizaje indígena (previo a la llegada de los españoles) es el verdadero origen cultural de San Martín: una raíz múltiple, rebelde y fértil, que no niega sus diferencias, pero las entrelaza con la misma lógica con la que la selva entrelaza ramas, aguas y caminos.



