La Yacumama: ojos que beben el alma
En las entrañas de la selva, donde los ríos se abren paso como venas líquidas y las lagunas reposan bajo un manto de silencio, hay aguas que no son libres… son guardadas. Entre ellas habita la Yacumama, “madre del agua”, una fuerza tan antigua como el propio monte.
Dicen que su hogar está en las lagunas profundas y en los brazos ocultos del Amazonas. Es una serpiente colosal, más larga que un árbol de lupuna aludían de alto, con una cabeza tan ancha que podría tapar una canoa entera. Sus ojos, ciegos para la luz común, ven el calor de la vida y atraen a su presa como si tiraran de ella con un hilo invisible.
Su andar es un rumor pesado. En el agua, su cuerpo se confunde con la corriente. En tierra, derriba árboles lanzando chorros potentes desde su boca. Cuando decide cazar, asoma apenas la cabeza, inmóvil, y espera. El que se acerca siente un extraño impulso de mirarla… y al hacerlo, queda atrapado en su hechizo.
Nadie que haya caído en esa mirada ha vuelto a contarlo. Los pocos que aseguran haberla visto a distancia hablan de un miedo que no se parece a ningún otro: un frío que empieza en la nuca y baja hasta los pies, aunque el sol esté rajando la selva.
El pueblo lo sabe: hay lagunas que no se deben pescar, ríos que no se deben cruzar solos, y remansos que guardan un silencio demasiado perfecto. No por respeto a un dueño humano, sino por temor a la madre que todo lo observa.
Los ancianos dicen que, cuando el agua empieza a bullir sin viento, cuando las aves callan y las hojas tiemblan sin razón, la Yacumama se está moviendo. Y si alguna vez la ves, no intentes correr. Es más rápida que la corriente, más paciente que el tiempo.
El destino de quienes caen en sus fauces es un misterio. Tal vez se hunden en su estómago como en una caverna sin salida. Tal vez se convierten en parte de la misma agua que ella guarda. Lo único cierto es que, en la selva, si un viejo señala una laguna y dice “ahí tiene madre”, lo mejor es seguir de largo.
—No te acerques, misho… que no toda el agua está para beber.
La vez que Cuntisho casi no regresa del rio
—Ya vuelta, misho… de la Yacumama no se habla jugando. Lo que le pasó a Cuntisho todavía lo recuerdo como si fuera ayer, y ya peinan canas estos bigotes.
Era un hombre pescador, mañanero y terco, que no creía mucho en cuentos. Ese día, siguiendo un riachuelo que no conocía, llegó a una laguna escondida detrás de un monte aludían de espeso. El agua parecía un espejo, ni una ola… “Aquí me lleno la tarrafa”, dijo, sonriendo como quien encuentra un tesoro. Atashay on, como si el agua no tuviera dueña.
Comenzó a remar despacio, buscando el lugar justo. El silencio era tan raro que hasta los monos del monte callaban. Pero al rato, el agua empezó a moverse bajo su canoa, como si algo enorme se estirara en el fondo. Cuntisho pensó que eran peces grandes y tiró su red.
Ahí fue cuando la vio. Primero, dos orejas paradas sobre la superficie… luego, una cabeza aludía de grande, con la lengua larga y puntiaguda probando el aire. Los ojos no lo miraban… lo atrapaban. Sintió que no podía dejar de verlos. Era la Yacumama, la madre de esas aguas.
El miedo le apretó el pecho y dio vuelta la canoa con todas sus fuerzas, clavando el remo como si quisiera romper el fondo. Pero justo en la orilla, las plantas de agua comenzaron a cerrarse delante de él, como manos verdes que querían atraparlo. Miró atrás y la vio, avanzando rápido, empujando olas y tumbando ramas.
Desesperado, Cuntisho alzó la voz:
—¡Taytita, no me dejes aquí! —
Y como si el cielo hubiera escuchado, de pronto cayeron al agua cuatro sachavacas peleando como si fueran demonios. El ruido fue tan grande que la Yacumama se detuvo, se arqueó, y en un suspiro desapareció bajo la laguna. Las plantas se apartaron, y el silencio volvió como si nada hubiera pasado.
Cuntisho no se quedó a agradecer. Remó hasta que los brazos le dolieron, y no volvió jamás a ese lugar. Tampoco trajo un solo pez, porque “la madre” no le regaló ni una mojarrita.

Moraleja de monte:
En la selva, cada agua tiene su dueño, misho. Si no sabes quién guarda un lago, mejor no lo toques. Porque lo que parece calma… puede tener madre, y esa madre no perdona.



